viernes, 15 de mayo de 2009

La pared de sonido


La música es un concepto que inmediatamente me remite a incontables asociaciones libres. ¿Adicción, pasión, elemento vital? Tantos sonidos, tantos géneros, nombres propios, anécdotas acumuladas, un abanico de sensaciones. La cabeza llena de información al respecto, los sonidos que rodean la vida y los conciertos vividos como eventos sagrados. Rituales conocidos, los que están en el recuerdo y los que se esperan por venir. Y más allá de la relación personal con la música me voy a detener en los que la han analizado de manera más filosófica, si es que algo así es posible, o bajo la lupa de perspectivas académicas de otro corte. Desde la ley señalada por Nietzsche: without music life would be a mistake; hasta las teorías más recientes de Mercedes Bunz, incluidos los escritos y obsesiones de Benjamin y Adorno, más de un intelectual se ha dejado conquistar por la alquimia de las melodías. Para los peces gordos acostumbrados a nadar en las aguas del conocimiento discursivo, reflexionar sobre la música tiene dificultades obvias; básicamente porque la música es una forma de conocimiento no discursivo. Se puede teorizar sobre la música pero ésta será siempre una experiencia incompleta, el lenguaje de la música en su singularidad expresa cuestiones que el discurso lógico no abarca. Como complemento, en cambio, resulta perfecto. Las canciones y todo lo que podamos decir de ellas, los artistas y sus búsquedas, la evolución de los géneros, la apropiación del público: todo constituye un campo de aprendizaje gigantesco. Esto es evidente; pero a ver, vamos por partes, sin afán.

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